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Cauce

Para Tununa Mercado y Noé Jitrik,

forjadores de cauces y afectos continuados

¿Tienen un destino? Un juego de azares. El agua siempre busca su curso; termina por encontrarlo, cueste lo que cueste.

Las señales. Ahí estaban las señales. La dimensión heroica de la existencia está ligada a ellas. La clave está en descubrir, sin embargo, si la heroicidad estriba en resistirse a esos designios con forma de metáforas; tornarse en la pared de la presa que soporta el temporal, estoica, invulnerable.
 
La vieja estación de trenes, arquitectura francesa, parece art noveau, pero habría que preguntarle a ella, los alberga del enésimo tifón de la temporada. En aquel país de agua, los trenes son animales insomnes que se mueven con la impredecible persistencia de un cataclismo.
 
O, por el contrario, dejarse llevar, permitirse ser arrastrados por su calamitosa fuerza. Ligeros sumergirse e el ebrio mar. La imagen es de un poeta verdadero. Reflejarse en la noche, no la que todos los ojos miran, sino la propia, la que anida dentro. ¿Quién tiene madera de héroe? ¿El que soporta el peso? ¿El que vuela con la roca a cuestas? Las señales. Triunfar siendo derrotado por ellas. Derrotarlas para luego presumir que se ha triunfado. Vaya, vaya.

Ella quiere escribir, lleva un cuaderno. El hace esfuerzos desesperados por recabar información. No se han visto. De no ser porque alguien los lee en este instante, todo podría pasar por irreal. El país lejano azotado por un gobierno genocida en los setentas, la lluvia que no para, ellos dos ahí a la espera, cada uno por su lado, de saber si llegará o no el siguiente tren para ir a la capital. Antes de la disolución, se han convertido en el curso de un pensamiento, ¿acaso dos?
 
Un libro entre sus manos. Las del otro que ha quedado atrás que fue siendo él. El título lo dice: no hay mucho que prometer: Yo nunca te prometí la eternidad. ¿Temeridad? Suena a eternidad. En algún punto del país los ríos crecen; la lluvia no cesa. El agua se desborda justo al mismo tiempo que la lectura intenta retener una historia escrita para siempre; por ahora. El cauce de lo escrito. La violencia de los cauces que se pierden. Incertidumbre. ¿Hacia dónde va todo? ¿Qué es de aquello que los párpados ciegos, el mismo poeta que la imagen anterior, no alcanzan a divisar?
 
Aun cuando las fuerzas parecen abandonarla, ¿o por eso?, escribe. De la misma manera que lo seguirá haciendo, no, no de la misma manera, nada puede ser de la misma manera, cuando él se haya acercado a ella y le haya dicho que es músico, noruego, y que nadie sabe cuánto tardará en llegar el próximo tren.
 
Las señales son al mismo tiempo; son el mismo tiempo; el tiempo mismo; el tiempo. De lo disperso a lo unitario. De lo simultáneo a lo sincrónico. Establecer relaciones razonables, razonadas. Qué poco necesitamos para recobrar las seguridades. Basta que deje de llover. Tarde o temprano los ríos volverán a ser ríos y los cauces reaprenderán a dirigirse hacia donde se espera se dirijan.
 
Escribirá, ella, haberle dicho que se llamaba Simonnete Parolle, y luego haberle dado una explicación sobre su nombre, el de ella, que por inverosímil a él le pareció encantadora. Le dijo también que le gustaba tomar largos baños de tina y comer dulces. Difícil en medio de esta selva, pensó él, que tampoco era noruego, pero no le dijo nada, sonrió; sonrieron ambos, como si se hubiesen reconocido en ese instante.
 
Para entonces, sin embargo, será demasiado tarde. Siempre es demasiado tarde para la razón.  Excesivamente temprano, podría sospecharse también, si se considera que lo razonable anuncia, por adelantado, el naufragio de lo imposible siguiente. La huida se contagia con facilidad. Aun cuando los vapores de la respiración compartida, entrecortada, luchen por dispersarse con prontitud, por ganar la carrera. Dice el libro que él lee al mismo tiempo que ocurre todo lo demás que ocurre: Todo comienza con la apropiación de una historia. ¿Quién se apropia de quién? Ella tiene razón: la carne del otro se troza, se engulle, se traga.
 
De pronto, en el silencio de sus propios cuerpos, en el hervidero de lenguajes nasales que no dejan de parlotear en la atestada estación, imaginar les abre la posibilidad de figurar lo que sucedió entre ellos y la tentación de rellenar los espacios en blanco con que se disfraza el futuro. De modo paralelo en sus mentes se va configurado un texto ya descifrable. Sin saberlo, cada uno recorre notas, árboles genealógicos, mapas personales, canciones de época, la suya,  y lecturas pasadas-presentes. Luego, reúnen rápidamente todos esos datos y aportan cada cual un párrafo a ese animal de nueva vida que engendran entre los dos.
 
Y en tanto la lluvia no cesa, la balsa, bálsamo de la herida de incertidumbre, se deja amarrada al improvisado muelle de las seguridades. A nadar. Sin rumbo. Nadar. Nada más. Las pulsaciones aumentan. Quien está perdido se entera demasiado tarde; se ha extraviado. La eternidad es la retrospección. La eternidad no tiene futuro. Se ha perdido en el centro de las deliberaciones de lo que pudo ser, no fue y siendo sin ser será eternamente en su afirmación, su negación eterna.
 
Han encontrado una vasija en la que colocar sus historias. Certeza tan grande como el cielo que los contempla; peregrinos.  La conjetura nos los interroga; los libera. Ni siquiera hay pesar por la muerte tan absurda, ¿hay otro tipo de muerte en esas circunstancias?, que tendrán; el aire húmedo los circunda, los aísla. Se distienden, como si lo que los rodeara no fuesen los grandes brazos del río que cruza el país, sino un mar cargado de tenues  presagios.
Si cedes, la herida se abre. ¿Y tu balsa-bálsamo? La has dejado, ¿te has olvidado? Acusándote pretendes defender tu propia causa. Y lees. Ya antes, escribes. ¿Quién es la personaje?, preguntarás asomada a la ventana tapizada de vaho. Desde otro punto él vuelve sobre el asunto de las señales. Las más recientes: el humor, ciertos cantantes, los abuelos que compartieron, a miles de kilómetros de distancia y sin conocerse, la misma profesión. Los enunciados serpentean por donde les da la gana, se desbordan (si cómo no, como si los enunciados se mandaran solos, ¿y no? No, quieres decir pero temes que estén hablando ya de los ríos, esos sí se mandan a sí mismos, ¿y si no?).
 
“No sabes la cantidad de cosas que me he arrepentido de no haber hecho”, dicta ella sin estar segura de que él haya escuchado plenamente. No hay jardines a los que puedan salir a caminar, conversar. Conversar, piensan de modo simultáneo. ¿Podrían besarse?, tal vez; pero, ¿y luego? Se detienen en ese punto del camino, cierran los ojos para fijar la imagen de sus rostros juntos, besándose. No hay luego. Los campesinos y sus mujeres gritan. Cualquiera diría que el tren se acerca. Cualquiera diría cualquier cosa; no hay manera de entender nada. Allí es donde verdaderamente comienza su viaje. La imagen fija continúa en ellos; no se va, ni siquiera cuando después de unos minutos entienden el motivo de la algarabía: un par de hombres riñen a golpes al fondo de la estación.
 
Toda historia corre el riesgo de desaparecer en sí misma, tragada por sí misma, engullida por la multiplicidad de hechos que sobre sus aguas navegan, ¿eso incluye a lo que es arrastrado, lo que no navega sino es llevado por la fuerza de la corriente? No lo sé, supongo que llegada la hora de su juicio final, el objeto en cuestión tendrá que responder sobre si se resistió a ser arrastrado o no; ¿y cuál es la postura correcta, la de la voluntad que lo empuja a soltar sus amarras?, ¿la del miedo a desobedecer que hace que de sus manos salgan garras que se prensan a árbol, firme árbol del bien, más cercano? No, pues eso sí quién sabe.
 
“Actuar es un medio para soñar”, le dice él, lo ha leído recién en una novela. Ella coloca su cabeza sobre las piernas de él, se recuesta. Se corta la corriente; han quedado a oscuras. La penumbra se torna en el mejor sitio conocido para formular deseos. Son el triunfo de una escritura que, en ella, está aún por venir. Si pudieran, ambos sacarían de sus respectivas mochilas el mapa que cargan para jugar a descifrar laberintos, caminos al abismo. De paso, se dicen en inglés, que es lo que han estado hablando todo este tiempo, armados hasta los dientes de lápices rojos, lupas y compases, trazarían el resto del viaje; no hay modo, nada está escrito aún, y a ellos el vértigo los detiene y empuja a la vez. Ninguno de los dos  trae una linterna.
 
Ella en su memoria; él en la de ella. Persistentes. Penitentes. Aunque ella sea judía; o eso cree. En eso cree. La memoria es la confesión codificada de los dioses. ¿No eran eso las señales? ¿No son lo mismo que la memoria? ¿Qué la eternidad? Demasiadas preguntas y aún nadie le responde si el personaje es ella, el autor mucho menos. Un trazo. Dos. Un mecanismo de identificación. Y todo queda aglutinado en un instante. Corazón del tiempo que se contrae. Lacerante. Ella, que es ella, comienza a ser ella, la ella del relato que no relata y se pierde en disquisiciones sobre señales que no acaban por ser claras y explícitas.
 
Sin que ella se percate, él mira sus tobillos mientras enciende un cigarro. Su piel es la corroboración tangible de los pasos desandados para llegar a ese punto. Ella debe tener sus propios artilugios verificadores sobre la existencia de él, pero no se los ha querido revelar; cierto también es que él tampoco le ha preguntado. Tenerse en esas circunstancias, haberse encontrado y reconocido, lo saben, es el pulso de la mano que escribe, sobre su piel todo lo que en adelante ha de faltarles. Los asalta una convicción que los defiende y arropa: la boca de ambos es un pliegue que se reconoce. La luz todavía no vuelve.
 
La significación; la de los objetos concretos; la de ella convertida en la sombra de su propio trazo, el del que escribe que ella es ella. Serlo es un escozor; a veces. Mejor no ser ella, la del escrito de los mares oscuros. Mejor ser ella, con su equipaje de memoria, de señales. No había nada que llevar ni nada que dejar, dice el libro que él lee, y ella lo lleva y lo deja;  lo deja y lo lleva.
 
En un instante todas las visiones de sí se cruzan: son la imposibilidad del otro, el límite frente al cual ha de tomarse la determinación de sortearlo o no. Ella sonríe, le pide un cigarro y le dice que está tratando de dejar de fumar. No me creas nada, le advierte casi de inmediato. Si fuéramos literatura, sigue hablando ella, todo sería más sencillo. El tren ya hubiera llegado, interrumpe él. Y yo no hubiera perdido el de ayer, completa ella. Nuestra única responsabilidad, entonces, sería estar aquí el uno con el otro tratando de inferirnos en el otro. Simplemente, nos debatiríamos, frente al lector, entre la realidad de algunas de nuestras acciones y la irrealidad de otras. Para nuestro consuelo habría un orden, una organización que de la mente del autor iría a la del lector y de ahí al mundo para apaciguar el viento que azota los cristales de la estación, en tanto la lluvia arrecia y el tren no aparece por ningún lado.
 
El presente se fuga. Qué hacer. Seguirlo o esperar que el presente vuelva a serlo. ¿Cuándo? ¿En esta vida o en la otra? ¿Y si reencarnas en estilógrafo? Ya dibujaré, entonces. De cualquier modo me dedicaré a las letras; a las letras sea como sea, aun cuando en la otra vida, piensa ella, avizorando ya que dejará para otra vida eso de ser ella dejando de ser ella, será estilógrafo y de cualquier manera se dedicará a las letras. Pero en tanto ella deja atrás el futuro, todo la empuja hacia una conocida sensación de lo efímero. El es imprudente. Le habla de los ríos. Ambos miran llover, no ha dejado de llover desde hace días. Suturan sus labios. Los de él; los de ella. Como si el camino ya se hubiera recorrido, el poeta una vez más. Como si en las palabras retenidas quedara la intacta huella de las señales. Sombras del raudo y esquivo paso de los dioses por la tierra.
 
Cuando atraviesan la puerta, una violenta ráfaga de viento los golpea en el rostro. La mano de ella, menuda y delgada, busca acoplarse a la de él. Teme que la fuerza del aire la levante del suelo; la haga volar por los aires. Se internan en el pueblo semiabandonado. Solos. Son una señal para el otro. Tendrán que descifrarla. El relato está ahí; el relato de sí mismos. La lluvia arrecia, el río crece rápidamente. El agua busca su cauce, siempre; al precio que sea. 
 
En silencio, indagan señales en el cielo. Sus miradas. Persistentes. Esa es la señal. Una más. Flores en el abismo. Eternidad. Temeridad.

Este relato forma parte de Pliegue, libro de Relatos, publicado en 2011.

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